La tarde del domingo estaba por terminar, la bruma aumentaba los últimos rayos lechosos del cielo, la garúa limeña se preparaba para recibir las primeras luces de la noche. Ella dormía, rendida, en el asiento que da a la ventanilla. Desde una altura privilegiada la vi. Aún no sé por qué me llamó la atención su forma de dormir con la boca abierta. Me pareció que era una escena muy íntima para que fuese pública y seguí mirando, lo reconozco, sintiéndome de alguna manera impune. A pesar de la fuerte inquietud que sentía, tomé la cámara para registrar el momento. Ella se despertó un instante, brevísimo, algo más que un parpadeo, me miró y cayó rendida de nuevo en su sopor. Tardé, lo reconozco, demasiado en lograr sacar la cámara de su estuche y prenderla. El bus arrancó. Con el movimiento cambió la luz y ahí se descubrió la razón de mi zozobra: pude ver con claridad la cabeza del gorila que se reflejaba en el vidrio, amenazante, los ojos oscuros como pozos, evaluando la posibilidad de raptarla antes de que el bus se alejase.
La foto —bien sacada— hubiera sido magnífica, pero el movimiento, los nervios y mi notoria impericia capturaron una pobre toma movida. Desilusionado bajé la lente y miré hacia la siguiente fila del bus: ahí un capuchino también se prestaba para atacar. Me dije que estas oportunidades no se repiten: disparé tantas veces como pude hasta que el bus se alejó.
No tengo más pruebas que estas fotos desenfocadas y la nítida imagen en mi memoria: esa noche los monos se aprestaban para atacar y yo desperdicié la oportunidad de documentarlo. Me fui a dormir rumiando mi mala suerte.
No tengo más pruebas que estas fotos desenfocadas y la nítida imagen en mi memoria: esa noche los monos se aprestaban para atacar y yo desperdicié la oportunidad de documentarlo. Me fui a dormir rumiando mi mala suerte.
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