La inmensidad

Devastado el reino por sus enemigos, el rey estuvo obligado a reducir los caprichos de la corte y a anular todo exceso. Muy a su pesar tuvo que desmantelar la Sala de las Maravillas, aunque ese ala del castillo era el único lugar que de verdad apreciaba.
Así fue como entre tapices monumentales y candelabros de obsidiana, entre pesados broches de oro y delicadas cerámicas traídas de oriente, se remataron un reloj de humo, la pluma de veinticinco colores de un ave desconocida, una efigie cuya mirada se encendía de noche, el manuscrito de una obra de teatro que contagiaba de fiebre a los actores que la interpretaban, una colección de mariposas móviles.
Un solo objeto del catálogo, nombrado con el ambiguo nombre de La Inmensidad, no pudo ser encontrado. Esa desaparición hizo que muchos sospechasen del admirable estoicismo con el que el rey sobrellevaba el despojo.
Dicen que pudo salvar ese objeto de las deudas y la rapiña valiéndose del pueril truco de ocultarlo dentro de la palma de la mano. Sus contemporáneos le atribuyen a ese ardid la razón de la media sonrisa en su cara, que ya no pudo disimular, ni aún cuando moría.


© Daniel Diez

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