Ayer a la tarde, por fin, recibí la dirección y las señas de Enrique Drösler. El resto de las instrucciones me habían sido dadas con anterioridad y ya había tenido tiempo para prepararme.
Llegué a Cabello 3790 a las siete de la tarde. Subí las escaleras hasta el piso tercero, fui a la oficina B. La puerta cedió con facilidad. Drösler estaba sentado detrás de un escritorio. Alzó la vista sin entender hasta que vio que lo apuntaba con mi arma. Le ordené que me entregase los documentos. Drösler subió las manos y bajó la cabeza. Con lentitud se puso de pie, fue hasta un mueble negro, sacó unos papeles. No hizo falta que los revisase con detenimiento: se puede simular el temblor de una mano pero no la pavura detrás de la mirada. Su miedo era real.
Con el brazo libre lo empujé hacia la pared. Guardé el revolver: jamás lo uso para otra cosa que no sea persuadir. Saqué el cuchillo, dirigí el puntazo certero al pecho, Drösler cayó al suelo con un gruñido. Los que subestiman esta técnica calificándola de imprecisa o antigua es porque no pueden reconocer su falta de aptitud. No conozco otra manera más rápida, limpia e inexorable de matar. De afuera vino un ruido como a petardos. Oculté los papeles en el maletín y recorrí el camino hasta la calle.
El diario de hoy informa que ayer pasadas las 19 horas, a dos cuadras de donde estuve, un choque brutal entre un colectivo y un auto terminó con la muerte del conductor del auto y con la de un anciano que caminaba por la vereda. Recordé que yo también había cruzado por ese lugar rumbo a mi objetivo, algunos minutos antes.
Me pregunté qué hubiera pasado si el choque me hubiese alcanzado a mí y no al anciano. ¿Se hubiera levantado hoy Drösler como todos los días, quizás con la cara hinchada de sueño, desilusionándose un poco al ver el cielo gris cargado de lluvia?
Llegué a Cabello 3790 a las siete de la tarde. Subí las escaleras hasta el piso tercero, fui a la oficina B. La puerta cedió con facilidad. Drösler estaba sentado detrás de un escritorio. Alzó la vista sin entender hasta que vio que lo apuntaba con mi arma. Le ordené que me entregase los documentos. Drösler subió las manos y bajó la cabeza. Con lentitud se puso de pie, fue hasta un mueble negro, sacó unos papeles. No hizo falta que los revisase con detenimiento: se puede simular el temblor de una mano pero no la pavura detrás de la mirada. Su miedo era real.
Con el brazo libre lo empujé hacia la pared. Guardé el revolver: jamás lo uso para otra cosa que no sea persuadir. Saqué el cuchillo, dirigí el puntazo certero al pecho, Drösler cayó al suelo con un gruñido. Los que subestiman esta técnica calificándola de imprecisa o antigua es porque no pueden reconocer su falta de aptitud. No conozco otra manera más rápida, limpia e inexorable de matar. De afuera vino un ruido como a petardos. Oculté los papeles en el maletín y recorrí el camino hasta la calle.
El diario de hoy informa que ayer pasadas las 19 horas, a dos cuadras de donde estuve, un choque brutal entre un colectivo y un auto terminó con la muerte del conductor del auto y con la de un anciano que caminaba por la vereda. Recordé que yo también había cruzado por ese lugar rumbo a mi objetivo, algunos minutos antes.
Me pregunté qué hubiera pasado si el choque me hubiese alcanzado a mí y no al anciano. ¿Se hubiera levantado hoy Drösler como todos los días, quizás con la cara hinchada de sueño, desilusionándose un poco al ver el cielo gris cargado de lluvia?
© Octavio Ras
Octavio Ras nació en Cabo San Julián en 1974. Es autor de los libros Los Mágisters (novela) y La caja negra (cuentos). Es colaborador de la revista Margen4. En 2008 recibió el premio Nuevos Narradores de la ciudad de México.
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