A pesar de que el bosque se había vuelto cada vez más pegajoso, atravesábamos la espesura con obstinación. Al mediodía nuestras ropas de abrigo empezaron a picarnos. Los bultos en donde llevábamos el equipo de fotografía y filmación parecían pesar el triple y entorpecían la marcha. Ya cuando pensaba que toda la expedición había sido inútil, los descubrí a unos diez metros a mi izquierda, detrás de unos helechos gigantes.
Estaban sentados alrededor de unas brasas. Al notar nuestra presencia se quedaron inmóviles y se silenciaron. Fui el primero en acercarme con un bollo de carne y un durazno. Se los tendí a uno que, para poder agazapar las chispas de sus ojos, me miraba de perfil. Tomó el bollo y la fruta y empezó a comer la carne despacio. Me senté a su lado; con mi mano le rocé la cabeza. Los que venían conmigo me imitaron. Mientras los mirábamos comer, alguien dejó escapar una risita que casi fue un susurro. No podíamos creer que los teníamos ahí, al lado nuestro. Por fin los habíamos encontrado.
Sentí que el aire se transformaba y me di cuenta de que la comida se había terminado. Hubo un ruido de hojas secas y entonces muchos más de ellos nos rodearon. Uno emitió un grito que no comprendí, pero que parecía contener una mezcla de orden, arenga e intimidación.
Aunque hubiésemos reaccionado a tiempo, no hubiéramos podido escapar.
© Daniel Diez
Estaban sentados alrededor de unas brasas. Al notar nuestra presencia se quedaron inmóviles y se silenciaron. Fui el primero en acercarme con un bollo de carne y un durazno. Se los tendí a uno que, para poder agazapar las chispas de sus ojos, me miraba de perfil. Tomó el bollo y la fruta y empezó a comer la carne despacio. Me senté a su lado; con mi mano le rocé la cabeza. Los que venían conmigo me imitaron. Mientras los mirábamos comer, alguien dejó escapar una risita que casi fue un susurro. No podíamos creer que los teníamos ahí, al lado nuestro. Por fin los habíamos encontrado.
Sentí que el aire se transformaba y me di cuenta de que la comida se había terminado. Hubo un ruido de hojas secas y entonces muchos más de ellos nos rodearon. Uno emitió un grito que no comprendí, pero que parecía contener una mezcla de orden, arenga e intimidación.
Aunque hubiésemos reaccionado a tiempo, no hubiéramos podido escapar.
© Daniel Diez
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