Tarde bajo los atlantes

Los gritos eran atronadores. Se escuchaban como desde muy lejos, como si viniesen trasportados por el viento. Una bandada de niños gritando de pavor —pensé— o un grupo de fervorosos fans al borde del éxtasis. Era un domingo a la tarde. El celeste claro del cielo y el sol tibio me inclinaron a pensar que era más probable la segunda opción que la primera. Subí por el ascensor hasta la cúpula custodiada por los atlantes; los gritos se sintieron cada vez más fuertes. Rodeé la cúpula, observando los techos de lo que hacía un tiempo había sido la tierra del nopal. Hacia el Oeste estaban: cientos de ellos chillaban de alegría, de risa y de emoción, bajo una danza de chorros de agua. Pasaban así la tarde —una más—, sin que les importase quedar calados hasta los huesos. Miré la hora: no quedaría más de una hora de buena luz; no tendrían tiempo de que el sol los secase un poco. Ahí seguían, palpitando la adrenalina ante la inminencia del agua.    


Hice como que no me importaba, completé la vuelta a la cúpula, comprobé con desilusión que los atlantes estaban, extrañamente, más inaccesibles desde las alturas que desde la tierra. El clamor de abajo continuaba; me tomé algunas fotos que luego eliminé. Bajé con apuro cuando se me ocurrió pensar que quizás se dispersarían en poco tiempo más. Rodeé las columnas y llegué a las fuentes. Eran muchos más de los que había pensado, estaban más juntos de lo que parecía, no eran todos adolescentes. Los chorros subían sin aviso, la lluvia caía si control, el grito se producía al primer contacto de la piel con la frescura en señal de descarga.

Me acerqué, tomé 2 o 3 fotos y me alejé. El águila de piedra negra también —me dije— merecía mi admiración. Al rodear la manzana los volví a encontrar, ahora de lejos y con el sol de frente. Los gritos eran grandiosos y seguían inalterables. Me dio pena no ser ellos.

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