Los colgamos con apuro: el Metrobús estaba por pasar y no queríamos perderlo. Al señor N no lo modificó nuestra prisa. Se detuvo, nos miró unos segundos, luego los miró detenidamente, después siguió su camino. Tomamos distancia para ver si los habíamos colgado bien, el señor N apareció por detrás.
—Disculpen: ¿puedo llevarme uno?— nos preguntó con falsa timidez.
Accedimos gustosos, claro. El señor N se alejó.
Qué más prueba de que estaban bien allí que el pedido del señor N, pensamos. Satisfechos fuimos hasta la esquina para cruzar la calle. El señor N volvió a interceptarnos:
—Disculpen: ¿son cuentos?
Afirmamos con un poco de orgullo no disimulado.
—¿Podría llevarme otro?
—Por supuesto, los que quiera— respondimos. El señor N nos saludó y atinó a irse, pero enseguida se dio vuelta.
—Y la idea es que la gente se los lleve, ¿no?— No esperó respuesta y agregó: — Mi nombre es N, los felicito.
Quisimos hablar un poco más pero ya el señor N arrancaba otra hoja y se retiraba con energía. Divisamos la sombra roja del Metrobús. Por inercia o costumbre corrimos. Lo alcanzamos, subimos.
Cuando las puertas se cerraron y el bus retomó la marcha lo vimos de nuevo: el señor N volvía al paradero y estiraba la mano izquierda…
© Octavio Ras
© Octavio Ras
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